El arzobispo de Tucumán, Alfredo Zecca, presidió este mediodía la misa crismal en la Catedral, en el inicio de la Semana Santa, de la que participaron presbíteros y sacerdotes de todas las diócesis. Estuvieron presentes el cardenal Luis Villalba, arzobispo emérito de Tucumán, y monseñor Francisco Polti, obispo emérito de Santiago del Estero.
Durante la ceremonia, se consagró el Santo Crisma (por eso el nombre de misa crismal) y se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos. Tras la homilía de monseñor Zecca, los sacerdotes renovaron sus promesas sacerdotales.
En su mensaje, el arzobispo destacó que Cristo "es el único mediador, se entiende que de la salvación. No hay, por ende, salvación fuera de Cristo y de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, nada puede hacer sin Cristo y Cristo nada quiere hacer sin la Iglesia".
"Es importante subrayar la pertenencia a la Iglesia porque no se trata sólo de un principio teológico innegable sino que tiene consecuencias bien prácticas: nadie puede vivir su vida ministerial de modo personal e individual si no está íntimamente unido a la única Iglesia", dijo monseñor Zecca en otro tramo de su homilía.
"Dios no nos pide que seamos exitosos, sino sólo que seamos fieles. Hay que estar siempre atentos porque el secularismo, que todo lo invade, entra también en la Iglesia e influye en nuestras conductas. En definitiva, todos somos hijos de este siglo. De ahí la importancia de la vigilancia para no desnaturalizar nuestro ministerio", remarcó el religioso.
Homilía completa del arzobispo Alfredo Zecca:
“Cantaré eternamente el amor del Señor, proclamaré tu fidelidad por todas las generaciones” (Sal 88,2). Estas palabras del salmo 88, que la liturgia recoge como antífona de comunión de esta Misa, seguramente expresan los sentimientos que surgen espontáneamente de nuestros corazones ante el inmenso amor que Dios nos ha manifestado en Cristo al habernos elegido para participar de su único sacerdocio cuya institución conmemoramos hoy, junto a la Eucaristía.
Canto jubiloso que nos incluye a todos, ministros y fieles, como señala el Prefacio con estas palabras: “Él (Cristo) no sólo enriquece con el sacerdocio real al pueblo de los bautizados, sino también, con amor fraterno, elige a algunos hombres para hacerlos participar de su ministerio mediante la imposición de las manos”.
Y es, ante todo, a quienes participamos por el ministerio del sacerdocio de Cristo Cabeza de la Iglesia que quiero dirigirme en este momento. Saludo, ante todo, a mis hermanos en el episcopado, al Señor Cardenal Luis Villalba, Arzobispo Emérito de Tucumán y a Mons. Francisco Polti, Obispo Emérito de Santiago del Estero. Voy a detenerme en tres puntos que considero fundamentales y que quiero proponerles para que juntos profundicemos: la realidad de la Iglesia visible y espiritual a un tiempo; la naturaleza del sacerdocio ministerial; y la obediencia y el ejercicio de la autoridad en la Iglesia.
La Constitución Dogmática Lumen Gentium, en el primer párrafo del número 8, que cierra el primer capítulo, afirma: “Cristo, el único mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos” (LG 8,a). En esta frase hallamos algunos elementos dignos de destacar. En primer lugar que Cristo es el único mediador, se entiende que de la salvación. No hay, por ende, salvación fuera de Cristo y de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, nada “puede” hacer sin Cristo y Cristo nada “quiere” hacer sin la Iglesia. Por ello se comprende que el texto manifieste que Cristo la instituyó y mantiene. Pero la instituyó y mantiene como una realidad mistérica, como comunidad teologal, de suyo invisible que, sin embargo, existe como un “todo visible” por el que se comunica a todos la verdad, que hace referencia a la fe y la gracia, es decir la santificación.
De aquí se desprende, con toda evidencia, la importancia de la pertenencia a ese “todo” del que somos “parte” o, si queremos expresarlo de otro modo, a ese “cuerpo” del que somos “miembros”. El Santo Padre Francisco en Evangelii Gaudium menciona dieciocho veces el término “pertenencia”. En tiempos de acentuado subjetivismo e individualismo, realidad cultural que nos envuelve a todos, también a nosotros, ministros, es importante subrayar la pertenencia a la Iglesia porque no se trata sólo de un principio teológico innegable sino que tiene consecuencias bien prácticas: nadie puede vivir su vida ministerial de modo personal e individual si no está íntimamente unido a la “única” Iglesia que, como expresa este mismo texto en el segundo párrafo: “establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él” (LG 8,b). Y esta pertenencia se hace real por la comunión afectiva y efectiva del presbiterio en torno a su Obispo que lo preside, es decir, gracias a una real inserción en la Iglesia local y a una también efectiva comunión de la Iglesia local en la que se realiza la Iglesia universal con la cabeza del colegio episcopal que es el sucesor del Apóstol San Pedro.
El primer párrafo del número 8 de Lumen Gentium continúa expresando, a través de una continua relación entre lo visible y lo invisible o espiritual, la naturaleza divino-humana de la Iglesia: “Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos (visible) y el Cuerpo místico de Cristo (invisible), la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino” (LG 8,a). Por ello mismo no se comprende la verdadera naturaleza de la Iglesia fuera de la fe. Sólo una mirada sobrenatural puede abrirnos en profundidad el misterio insondable que nos encubre en el trasfondo oscuro, místico, de una totalidad invisible que se expresa como sociedad visible y jerárquica. Las eclesiologías previas al Vaticano II insistían quizás demasiado en este aspecto societario. El Concilio amplió considerablemente esta perspectiva presentando a la Iglesia, ante todo, como una realidad mistérica o sacramental, cuyo origen es la misma Trinidad. En esta perspectiva se entiende la hermosa expresión con la que concluye la sección, por así decirlo, trinitaria, de este mismo capítulo primero: “Y, así, la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4). Queda sobreentendido, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica que ello obedece a un “Designio nacido del corazón del Padre” (CEC n.759) progresivamente realizado en la historia a través de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo todo lo cual – digámoslo de paso – pone de manifiesto otra realidad fundamental para comprender la verdadera naturaleza de la Iglesia: su carácter misionero. Basta con leer el n.2 del Decreto Ad Gentes – un paralelo del n.2 de Lumen Gentium – para tomar conciencia de esta realidad. Aquí hallamos el verdadero fundamento de la insistencia del Papa Francisco en Evangelii Gaudium en la misión como nuevo “paradigma” de la misión evangelizadora de la Iglesia. Una Iglesia que no es misionera, que no se abre, que no acoge, no se cumple como Iglesia, traiciona su propia naturaleza.
Este párrafo del n.8 de Lumen Gentium culmina la reflexión de la naturaleza humano-divina; visible-invisible de la Iglesia con una analogía con el misterio del verbo encarnado: “pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16)” (LG 8,a). En esta frase hay dos elementos importantes a destacar. En primer lugar, que se trata de una analogía porque, en verdad, todo acto humano de Cristo es acto del Verbo, mientras que no todo acto de la Iglesia es acto del Espíritu. Lo son, sin duda, los sacramentos. Pero no todos los actos que nosotros, como ministros, hacemos en nuestra vida cotidiana. Algunas veces – fuerza es reconocerlo – no reflejamos como deberíamos la imagen del Buen Pastor que estamos llamados a hacer visible en nuestro ministerio sacerdotal. El segundo elemento es el carácter instrumental-sacramental de la humanidad de Cristo (instrumentum coniunctum en la teología de Santo Tomás), que se prolonga naturalmente en los sacramentos (instrumentum separatum). El sacerdote, que posee la “sacra potestad” – según indica la misma Constitución Dogmática al comienzo del capítulo III, en el n.18 –, prolonga, administrando los sacramentos la sacramentalidad de la humanidad de Cristo porque es gracias a esa humanidad que se inmola en el altar de la cruz que los sacramentos reciben su significación y eficacia. La Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium lo afirma, al hablar de la pasión y resurrección de Cristo, con toda evidencia al final del n.5: “Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera”.
Queridos hermanos estas reflexiones acerca de un párrafo del Concilio Vaticano II y de algunos textos que al correr de las mismas han ido saliendo, nos impulsan a dar una más acabada respuesta al inaudito amor de Cristo que, a pesar de nuestras debilidades y pecados, nos ha elegido y llamado para que prolonguemos en el tiempo, como ministros suyos, la obra de la redención. Por ello decimos con el salmista: “Cantaré eternamente el amor del Señor” (Sal 8,2).
La referencia a la cruz nos lleva como de la mano a una breve consideración sobre la naturaleza de nuestro sacerdocio ministerial. La vocación al presbiterado, en efecto, arraiga y encuentra su razón de ser en Dios, en su designio amoroso. Jesús realiza la nueva alianza a través del don de sí mismo y de su sangre y así engendra el pueblo mesiánico. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la naturaleza y la misión de los presbíteros sólo se comprende dentro de la Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo (cf. LG 17), a cuyo servicio consagran su vida. (cf. RFIS n.30).
El sacerdote debe tener conciencia de que su vida es un misterio insertado totalmente en el misterio de Cristo de un modo nuevo y que, esta misma realidad, lo compromete totalmente en el ministerio pastoral que da sentido a su vida. La configuración con Cristo es, por ello mismo esencial y constituye, por así decirlo, el núcleo de nuestra identidad que debe ser comprendido, vivido y testimoniado con toda elocuencia, tanto más en un contexto cultural que hace más difícil que se lo vea como un hombre “de lo sagrado”, tomado del mundo para interceder a favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres. Para decirlo brevemente: “somos sacerdotes”, es decir, tenemos un vínculo ontológico con Cristo y no meramente “funcional”. Se es sacerdote, siempre y en todo momento, no se trabaja de sacerdote teniendo una vida disociada del ministerio. Nuestra vida es el ministerio y el ministerio es nuestra vida. No somos gestores de ritos sagrados, y menos agentes sociales. Claro, esto se comprende en toda su profundidad en la medida que tengamos una mirada desde la fe teologal, que comprende el misterio de la Iglesia y del sacerdocio, superando una visión meramente humana de los mismos.
Más específicamente estamos ligados al misterio de la cruz del Señor. Por ello mismo debemos meditar con frecuencia las palabras del ritual de ordenación que el Obispo dice al candidato al entregarle la patena y el cáliz: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas, imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. De ahí la esencial vinculación entre sacerdocio y eucaristía. Sin duda, todos estamos invitados a poner nuestros ojos en el crucifijo que preside todas nuestras celebraciones. Pero nosotros, sacerdotes, que renovamos incruentamente y hacemos presente, en cada Eucaristía que celebramos, los frutos de la pasión del Señor debemos comprender de un modo particularmente profundo y comprometedor que el amor humilde del Señor que se entrega salva y da la vida. Ese amor humilde es el que debemos manifestar en nuestra conducta en todo lo que decimos y hacemos. Este es el testimonio que los fieles, que nos han sido encomendados, esperan de nosotros. Dios nos conceda nunca traicionar este amor.
El Misal nos ofrece, después del cordero de Dios y antes de la comunión, una oración secreta que pide a Dios: “Líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti”. Esto es algo que hay que pedir siempre con insistencia y con humildad, sabiendo que la perseverancia, si bien supone nuestro esfuerzo es, en definitiva, un don que hay que implorar a Cristo, Nuestro Dios y Señor. El simple rezo de esta secreta nos ayuda cotidianamente a hacerlo.
Quisiera dedicar mis últimas reflexiones a un tema particularmente importante hoy en día, y sobre el que se expresa muy claramente el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros publicado por la Congregación para el Clero el 11 de febrero, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, del año 2013 (cf. nn. 56-61). El Beato Pablo VI en su Encíclica Sacerdotalis caelibatus une obediencia a caridad pastoral afirmando que en la “caridad pastoral” se puede superar “el deber de obediencia jurídica, a fin de que la misma obediencia sea más voluntaria, leal y segura” (n.93) poniendo por ejemplo a Cristo en cuyo sacerdocio y corazón está implicada la obediencia al Padre. Pablo a los Filipenses escribe: Él fue “obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2,8). También la Carta a los Hebreos subraya que Jesús “aprendió, sufriendo, a obedecer” (Heb 5,6). Como para Cristo, también para el presbítero la obediencia expresa la disponibilidad total y dichosa de cumplir la voluntad de Dios; porque, en definitiva, de eso se trata.
Este es un aspecto fundamental a destacar porque en la cultura contemporánea se subraya la importancia de la subjetividad y de la autonomía de cada persona, como algo intrínseco a la propia dignidad. Se trata de un valor positivo pero que, cuando se lo exagera y absolutiza, se convierte en negativo. Ni la fe, ni la vida cristiana, ni el ministerio al servicio de la comunidad pueden quedar reducidos a un hecho puramente subjetivo. La disposición a la obediencia al Obispo y, en el caso de los religiosos, también a los superiores, es una condición canónica que no puede ser cumplida sólo como algo meramente jurídico, sino que exige ser internalizada como algo perteneciente a nuestra íntima y real configuración con Cristo obediente, que se inmola en la cruz por obediencia al Padre y por la salvación del mundo.
La obediencia al Magisterio, a las normas litúrgicas y, en general, todo lo que hace al ámbito disciplinar son exigencias intrínsecas al ejercicio del ministerio. Es necesario comprender que nadie ejerce el sacerdote en virtud de una potestad propia. Somos ministros, es decir, poseedores de una potestad sagrada que no nos pertenece. Es Dios quien actúa a través nuestro. Claro que esto presupone una visión sobrenatural de la Iglesia y del sacerdocio que no va de acuerdo con las tendencias del mundo. Pero nosotros no estamos enviados para servir al mundo siguiendo sus criterios, sino los de Dios y debemos tener siempre presente que – sobre todo en esta sociedad que exalta el éxito – Dios no nos pide que seamos exitosos, sino sólo que seamos fieles. Hay que estar siempre atentos porque el secularismo, que todo lo invade, entra también en la Iglesia e influye en nuestras conductas. En definitiva, todos somos hijos de este siglo. De ahí la importancia de la vigilancia para no desnaturalizar nuestro ministerio.
Unida a la obediencia está la autoridad que también es un valor venido a menos en nuestro mundo. Toda intervención de la autoridad es vista, casi automáticamente, como autoritarismo. No es lo mismo. Más aún, como sacerdotes, estamos llamados no sólo a obedecer sino a ejercer la autoridad, con paciencia y caridad, con perseverancia y humildad, pero con firmeza. Con frecuencia se malentiende la afirmación de que la autoridad es servicio porque se olvida que, precisamente, el servicio de la autoridad es mandar. Una autoridad que no manda no presta el servicio que se espera de ella. Pero sucede que podemos vernos tentados de no ejercer nuestra autoridad por temor a no ser amados. Esto sucede también en las familias, en las instituciones educativas y en el mismo campo político y social. Estamos llamados como sacerdotes a ser padres y, de hecho, los fieles nos dan este honroso título. Pues bien, hay que tener en cuenta que el ejercicio de la paternidad supone simultáneamente la firmeza y la ternura. Los padres autoritarios y los permisivos engendran hijos huérfanos.
Queridos hermanos sacerdotes: he querido detenerme en algunos aspectos fundamentales de la teología de la Iglesia y del sacerdocio que creo que es indispensable que meditemos en profundidad para construir nuestro ministerio en la verdad. La fe, la visión sobrenatural de los mismos, es indispensable si queremos construir sobre piedra y no sobre arena. El Concilio Vaticano II ha insistido en la eclesiología de comunión. Pero no podemos llenarnos la boca con la palabra comunión cuando la misma no responde a una verdad objetiva sobre la que se asienta nuestra propia vida y ministerio. De lo contrario quedamos prisioneros de una subjetividad y de un sentimiento que, al carecer de un fundamento sólido en la verdad objetiva de lo que somos, se diluye en lazos humanos que, con el tiempo, se esfuman o nos encierran en particularismos autorreferenciales siempre nocivos. Que Dios nos conceda a todos el don de la fidelidad a la Iglesia y a nuestro ministerio. Para ello renovaremos inmediatamente las promesas sacerdotales que formulamos el día de nuestra ordenación. Que así sea.